¿En qué se parece montar bicicleta a escribir un cuento?
Ahora que me han vuelto a robar la bici (una TREk blanca como un corcel, a la que había atado con un ulock indestructible a mi reja, sin contar con que los ladrones -no pudiendo romper el ulock- se llevaron toda la reja) recuerdo que yo iba a escribir un texto sobres las bicicletas y los cuentos.
Cuando le vas dando a los pedales se te ocurren muchas pastruladas filosóficas y quería contarles algunas por aquí. Además no soy el primero. Conozco dos excelentes reflexiones de escritores sobre las bicicletas y los cuentos. La primera que escuché fue de Cortázar:
“Aunque parezca broma, un cuento es como andar en bicicleta, mientras se mantiene la velocidad el equilibrio es muy fácil, pero si se empieza a perder velocidad ahí te caes y un cuento que pierde velocidad al final, pues es un golpe para el autor y para el lector”
Por supuesto que hay cuentos lentos como tractores que logran su cometido y también he visto por la tele tipos que mantienen sus bicis en equilibrio sin pedalear. Pero, ya sabes, si vas a escribir un cuento lento, tienes que ser tan capo como esos ciclistas que bajan cerros saltando de roca en roca como cabras.
La otra frase es de Alfredo Bryce aunque no recuerdo de dónde la saqué. He revisado entrevistas, la he googleado y no aparece; sin embargo, suena totalmente a algo que diría él:
"Escribir es confundir una caída en bicicleta con el fin del mundo".
Debe haberla dicho él porque en su primer libro hay un cuento que se llama "El camino es así" (de hecho ese cuento le iba a dar el título al libro hasta que Ribeyro lo desahuevó y le dijo que era una frase muy fatalista, que parecía un mal bolero y que mejor le pusiera “Huerto cerrado” porque en sus cuentos se respiraba un aire como de huerto cerrado) y que trata de un colegial que en una excursión en bicicleta a Chaclacayo se retrasa de su grupo de amigos, se cae y entra en un huayco emocional alucinante. Es un cuento muy bonito y lo recuerdo sobre todo porque la primera vez que vi a Alfredo me acerqué y le pregunté si realmente habían hecho ese viaje en bici cuando estaba en el colegio. Me dijo que sí y hasta me explicó la ruta, y entonces yo choqué mi Stella Artois con su copa de vino y me fui contento pensando en que algún día yo también haría ese viaje en bici y hasta me sacaría la mierda solo para poder convertirme por un rato en un personaje suyo.
Ok, ahora que ya conté lo de Cortázar y Bryce, voy con lo que yo reflexionaba. Son 4 cosas y las voy a enumerar porque dicen que a la gente le resulta más fácil leer listas. Al parecer les da la sensación de que pronto ya van a acabar. Malditos flojos.
1. Cementerio de mascotas
Hace poco iba cleteando por Lince y casi me vuelvo chango al ver pasar un chico en una Míster idéntica a la primera bici que tuve en mi vida, aquella en la que aprendí a manejar, a los 8 años. No había visto una como esa desde entonces. Era una motocross negra con accesorios amarillos. Tenía un largo y esponjoso asiento de cuero y un cilindro que simulaba el receptáculo de gasolina de las motos (venía incluso con la tapa rosca y yo a veces se la sacaba para llenar el cilindro de cojudecitas como piedras o algarrobos). Los amortiguadores eran brutales, como para aguantar el peso de un rinoceronte (o de un niño gordito como yo) y me vinieron muy bien pues la calle de Talara en la que aprendí a manejar estaba tan llena de huecos que, de no ser por esos resortes, me hubiese roto el culo a muy temprana edad. El hecho es que lo primero que pensé al verla fue ¡Carajo, ahí va mi infancia. Me la compro! El más contento con la noticia fue mi poto, pues el asiento de la Trek metía más terror que ir sentado sobre el regazo del Marqués de Sade. Pero también se alegraron mis piernas, mi cabello, mi corazón. Era una alegría de cuerpo completo. La sensación de que podía recuperar lo irrecuperable: el pasado.
Así pues, desvié mi ruta y comencé a perseguirla. Mientras pedaleaba, iba pensando en cuánto podría ofrecerle al muchacho por ella. La persecución duró unos pocos segundos pues mientras iba tras mi niñez comprendí que todo era un absurdo. No solo porque pretendía detener a un chibolo en la calle para comprarle su bici (la verdad es que se veía viejita y estoy casi seguro que por menos de 300 soles me la hubiera entregado más que feliz), sino porque comprendí que yo ya no encajaba en ella. Era demasiado pequeña para mi talla actual y, aquellos amortiguadores, que de niño me permitieron rebotar cómodamente sobre los baches y montículos de los arenales de Talara, ahora en Lima, con las calles asfaltadas, me serían totalmente inútiles, me quitarían velocidad y, en resumen, me harían ver como ese pato gigante que usa pañales en las caricaturas.
Resignado, dejé de pedalear y con cierta nostalgia la vi, nuevamente, alejarse de mi vida. Sin embargo, ya de camino a casa, me puse a recordar aquellos días cuando aprendí a montar esa vieja motocross y cómo mi vieja corría detrás de mí para que no me sacara la mierda. Y me puse a escribir. El hecho es que mientras escribía, recordé también detalles clarísimos de mis primeras caídas, el olor del aseptil rojo, ese sádico placer que encontrábamos de niños en arrancarnos despacito una costra, y recordé sobre todo aquel primer día de vacaciones cuando, junto a mi hermana y nuestros vecinitos Choby y Amelia, llevamos las bicicletas hasta la cuesta que sube al aeropuerto de Talara y nos pasamos la tarde bajándola a toda velocidad. Cuando eres niño el primer día de vacaciones te produce una euforia parecida a la que los adultos experimentan la noche de año nuevo, así que creo que recordaría ese día aún si no hubiese sucedido lo que sucedió después: En una de las bajadas, más o menos a la mitad de la cuesta cuando ya habíamos agarrado una velocidad respetable, se me rompió la cadena de la bici. En la década de los 80’s los frenos de las bicicletas eran a contrapedal así que sin cadena no te paraba ni Cristo. Completamente aterrorizado intenté frenar con los pies pero la velocidad era tal que mis sandalias salieron volando y entonces solo me quedó agarrar fuerte el timón y lanzarme hacia el arenal que rodeaba la cuesta. No me maté de milagro. Mi hermana, Choby y Amelia regresaron asustados pero al verme sacudiéndome la cabeza de arena se cagaron de la risa. Fue un buen inicio de las vacaciones.
A lo que iba es a que, lo que yo intentaba al comprarle mi vieja bici al chibolo, era revivir este recuerdo, volver a ser un niño el primer día de vacaciones. Sin embargo, mientras escribía, me di cuenta de que el solo hecho de contarlo funcionaba mucho mejor que la estúpida idea de desenterrar físicamente mi infancia. Además ya sabemos cómo terminaron aquellos gatos resucitados en Re-animator o Cementerio de mascotas. Si yo no pudiera contar historias, mi casa estaría llena de bicicletas viejas y de gatos resucitados que quieren asesinarme. Me cuesta dejar ir; y sin embargo soy un tipo que necesitar irse. Tal vez por eso he aprendido a contar. No me he deshecho de mi equipaje. Es solo que todo cabe dentro de un lapicero y una hoja de papel.
2. Te llevo para que me lleves
Voy manejando por la ciclovía de la Avenida Arequipa. En sentido contrario viene otro chico también en bicicleta pero, a diferencia mía, él lleva un bebito de aproximadamente un año, en un pequeño asiento colocado entre su tórax y el timón. El bebé va mirando las calles con cara de asombro. El papá por supuesto, maneja con cuidado y mucho más despacio que yo. Sin embargo, al cruzar junto a él, comprendo que mi velocidad no es nada comparada con el vértigo que lo rodea. Lleva a su hijo por las calles de Lima, le está mostrando el mundo que algún día él recorrerá por su cuenta. Mi velocidad, es cierto, me emociona, me hace sentir como un animal salvaje entre todos aquellos carros atorados en el tráfico; sin embargo, carece de profundidad comparada con la aceleración emocional de aquel chico que pasea a su bebé. Así, cuando escribo un cuento, soy como él y llevo a mis lectores a cuestas. Se supone que yo no debería pensar tanto en ustedes. Decía Horacio Quiroga en su decálogo, que no hay que pensar en los amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia, y creo que comprendo lo que dice, pero la verdad es que a mí me funciona al revés y una de las cosas que más me gusta de escribir, es convertirme en ese muchacho que te lleva en la bicicleta y te muestra calles que hasta antes de leerme desconocías. Solo cuando comprendo que mis palabras pueden agitar tu corazón es que para mí tiene sentido contar.
3. ¿Qué es un cuento?
He tenido 6 bicicletas en mi vida. Hace 15 años que son, no solo mi vehículo favorito sino mi principal medio de transporte en la ciudad. Y sin embargo, todavía me hago bolas para ponerle la cadena cuando se le sale. Tampoco sé cuántos rayos tiene cada llanta ni mucho menos cómo se hace para alinearlos. No tengo ni puta idea de para qué sirven los rodajes, cuántos kilos pesa o de cuántas pulgadas es mi marco. Lo único que sé es que cuando me monto a ella puedo ir a los sitios que me gustan. Si me preguntas qué es un cuento, tampoco sabré qué responderte. He leído dos libros de teoría del cuento de grandes escritores. Son muy divertidos y por un momento realmente tienes la impresión de que estás aprendiendo algo. Pero la verdad es que eso es tan absurdo como creer que por aprenderte la tabla de multiplicar podrás hacer el truco de los panes y los peces. La única forma de aprender a montar bici es montándote a una, la única forma de aprender a escribir cuentos es escribiéndolos.
4. Náufragos
Y mi última epifanía (que es la menos inspiradora de todos los tiempos y por la que algunos de mis amigos escritores querrán mandarme a la mierda), la tuve tras ver todas esas absurdas campañas para promover el uso de la bicicleta. “Que si las bicicletas no contaminan el mundo, que si las bicicletas te hacen ahorrar el dinero del combustible, que si las bicicletas te mantienen en forma.” ¿A quién rayos le importa? Estoy seguro de que por lo menos la mitad de los ciclistas seguirían montando sus bicis aún si fueran dañinas para la salud, necesitaran combustible y el mundo ardiera en llamas a su paso. Montamos bicicletas porque es de la puta madre y punto. Salvo tirar y alguna que otra película de Woody Allen, no hay casi nada tan divertido como recorrer la ciudad en una. Las campañas deberían ser así de simples: Toma esta bici, pasea un rato. Fin. Ya estás enganchado. Igual pasa con la literatura. Lo hacemos porque no hay nada que nos guste tanto. Algunos escritores realmente se creen que escriben para salvar el mundo. Lo más jodido: algunos escritores consideran que es nuestra obligación y se enojan si no tocas ciertos temas o no vuelves mutilado de tu historia. Diablos. Tal vez soy un cretino egoísta pero la verdad es que la única persona que me interesa salvar cuando escribo soy yo. No es que no crea en un ideal mayor, la belleza por ejemplo, pero si la busco es porque sale de mí y escribir un buen cuento es como descubrir que tú eres la gallina de los huevos de oro. Y me apostaría la cabeza a que es así para la mayoría. Todos hemos naufragado en el lenguaje y hacemos lo más que podemos para flotar. Algunos nadan con tanta voluntad y destreza que los confundimos con botes de rescate. Hay quienes llegan hasta la otra orilla y nos sirven de camino. Pero eso no quiere decir que hayan intentado salvarnos o guiarnos. Hermano, no hay nadie que esté tan extraviado como un escritor buscando la siguiente línea de su cuento, el último verso de su poema.